Veinte mil leguas de viaje submarino

   Capítulo 15

   ¿Accidente o incidente?

   Al día siguiente, 22 de marzo, comenzaron los preparativos de marcha a las seis de la mañana, cuando los últimos resplandores del crepúsculo se fundían en la noche. El frío era muy vivo. Resplandecían las constelaciones en el cielo con una sorprendente intensidad. En el cenit brillaba la admirable Cruz del Sur, la estrella polar de las regiones antárticas.

   El termómetro marcaba doce grados bajo cero y el viento mordía agudamente la piel. Se multiplicaban los témpanos en el agua libre. El mar tendía a congelarse por todas partes. Las numerosas placas negruzcas esparcidas por su superficie anunciaban la próxima formación del hielo. Evidentemente, el mar austral, helado durante los seis meses del invierno, era absolutamente inaccesible. ¿Qué hacían las ballenas durante este período? Sin duda debían ir por debajo del banco de hielo en busca de aguas más practicables. Las focas y las morsas, acostumbradas a vivir en los más duros climas, permanecían en aquellos helados parajes. Estos animales tienen el instinto de cavar agujeros en los ice fields, que mantienen siempre abiertos y que les sirven para respirar. Cuando los pájaros, expulsados por el frío, emigran hacia el Norte, estos mamíferos marinos quedan como los único dueños del continente polar.

   Llenados ya los depósitos de agua, el Nautilus descendía lentamente. Al llegar a mil pies de profundidad, se detuvo. Su hélice batió el agua y se dirigió al Norte a una velocidad de quince millas por hora. Por la tarde, navegaba ya bajo el inmenso caparazón helado de la banca.

   Los paneles que recubrían los cristales del salón estaban cerrados por precaución, ya que el casco del Nautilus podía chocar con cualquier bloque sumergido. Pasé, por tanto, aquel día ordenando mis anotaciones. Tenía la mente embargada por los recuerdos del Polo. Habíamos alcanzado ese punto inaccesible sin fatiga, sin peligro, como si nuestro vagón flotante se hubiese deslizado por los ralles del ferrocarril. El retorno comenzaba verdaderamente ahora. ¿Me reservaría aún semejantes sorpresas? Así lo creía yo, tan inagotable es la serie de maravillas submarinas. Desde que cinco meses y medio antes el azar nos había embarcado allí, habíamos recorrido catorce mil leguas, y en ese trayecto, más largo que el del ecuador terrestre, ¡cuántos curiosos o terribles incidentes habían jalonado nuestro viaje! ¡La caza en los bosques de Crespo, el encallamiento en el estrecho de Torres, el cementerio de coral, las pesquerías de Ceilán, el túnel arábigo, los fuegos de Santorin, los millones de la bahía de Vigo, la Atlántida, el Polo Sur!

Durante la noche, todos estos recuerdos desfilando de sueño en sueño, no dejaron a mi cerebro reposar un instante.

   A las tres de la mañana me despertó un choque violento. Me incorporé sobre mi lecho y me hallaba escuchando en medio de la oscuridad cuando un nuevo golpe me precipitó bruscamente al suelo. Evidentemente, el Nautilus había pegado un bandazo tras haber tocado.

   Me acerqué a la pared y me deslicé por los corredores hacia el salón alumbrado por su techo luminoso. El bandazo había derribado los muebles. Afortunadamente, las vitrinas, sólidamente fijadas en su base, habían resistido. Los cuadros adosados a estribor, ante el desplazamiento de la vertical, se habían adherido a los tapices, en tanto que los de babor se habían separado en un pie por lo menos de su borde inferior. El Nautilus se había acostado a estribor y, además, se había inmovilizado por completo.

   Oía ruidos de pasos y voces confusas. Pero el capitán Nemo no apareció. En el momento en que me disponía a abandonar el salón, entraron Ned Land y Conseil.

   -¿Qué ha ocurrido? -les pregunté.

   -Yo venía a preguntárselo al señor -respondió Conseil.

   -¡Mil diantres! -exclamó el canadiense-, yo sí sé lo que ha pasado. El Nautilus ha tocado y, a juzgar por su inclinación, no creo que salga de ésta como la primera vez en el estrecho de Torres.

   -Pero, al menos, ¿ha vuelto a la superficie? -pregunté.

   -Lo ignoramos -dijo Conseil.

   -Es fácil averiguarlo -les respondí, a la vez que consultaba el manómetro.

   Sorprendido, vi que el manómetro indicaba una profundidad de trescientos sesenta metros.

   -¿Qué quiere decir esto? -exclamé.

   -Hay que interrogar al capitán Nemo dijo Conseil.

   -Pero ¿dónde hallarle? -preguntó Ned Land.

   -Seguidme -dije a mis compañeros.

   Salimos del salón. En la biblioteca, nadie. En la escalera central y en las dependencias de la tripulación, nadie. Supuse que el capitán Nemo había debido apostarse en la cabina del timonel. Lo mejor era esperar, y regresamos los tres al salón.

   Silenciaré las recriminaciones del canadiense, que había hallado una buena ocasión para encolerizarse. Le dejé desahogar su mal humor a sus anchas, sin responderle.

   Llevábamos ya una veintena de minutos tratando de interpretar los menores ruidos que se producían en el interior del Nautilus, cuando entró el capitán Nemo. Afectó no vernos. Su fisonomía, habitualmente tan impasible, revelaba una cierta inquietud. Observó silenciosamente la brújula y el manómetro y luego se dirigió al planisferio, en el que posó un dedo sobre un punto de los mares australes.

   No quise interrumpirle. Tan sólo algunos instantes más tarde, cuando se volvió hacia mí, le dije, devolviéndole la expresión de que se había servido en el estrecho de Torres:

   -¿Un incidente, capitán?

   -No, señor -respondió-, esta vez es un accidente.

   -¿Grave?

   -Tal vez.

   -¿Es inmediato el peligro?

   -No.

   -¿Ha encallado el Nautilus?

   -Sí.

   -¿Cómo se ha producido?

   -Por un capricho de la naturaleza, no por la impericia de los hombres. Ni un solo fallo se ha cometido en nuestras maniobras. No obstante, no puede impedirse al equilibrio que produzca sus efectos. Se puede desafiar a las leyes humanas, pero no resistir a las leyes naturales.

   Singular momento el escogido por el capitán Nemo para entregarse a esta reflexión filosófica. En suma, su respuesta no me aclaraba nada.

   -¿Puedo saber, señor, cuál es la causa de este accidente?

   -Un enorme bloque de hielo, una montaña entera, ha dado un vuelco -me respondió-. Cuando los icebergs están minados en su base por aguas más calientes o por reiterados choques, su centro de gravedad asciende. Entonces vuelcan y se dan la vuelta. Eso es lo que ha ocurrido. Uno de estos bloques al volcarse se ha abatido sobre el Nautilus, que flotaba bajo las aguas. Luego se ha deslizado bajo su casco y lo ha subido con una irresistible fuerza hasta capas menos densas, sobíe las que se halla tumbado su flanco.

   -¿No es posible liberar al Nautilus vaciando sus depósitos para reequilibrarlo?

   -Es lo que está haciéndose en estos momentos, señor. Puede usted oír el ruido de las bombas en funcionamiento. Mire la aguja del manómetro, indica que el Nautilus sube, pero el bloque de hielo también lo hace con él, y hasta que no surja un obstáculo que detenga su movimiento ascensional nuestra posición no cambiará.

   En efecto, el Nautilus seguía tumbado a estribor. Sin duda, se levantaría cuando el bloque que lo impulsaba se detuviera. Pero ¿quién sabe si entonces no habríamos chocado con la parte superior del banco, si no nos veríamos espantosamente comprimidos entre las dos masas de hielo?

   Meditaba yo en todas las consecuencias de la situación, mientras el capitán Nemo no cesaba de observar el manómetro. Desde la caída del iceberg, el Nautilus había ascendido unos ciento cincuenta pies, pero continuaba haciendo el mismo ángulo con la perpendicular.

   Súbitamente se notó un ligero movimiento en el casco. El Nautilus se enderezaba un poco. Los objetos suspendidos en el salón iban recuperando sensiblemente su posición normal. Las paredes se acercaban a la verticalidad. Permanecíamos todos en silencio, observando, llenos de emoción, el movimiento que hacía que el suelo fuera recuperando la horizontalidad bajo nuestros pies. Transcurrieron así diez minutos.

   -¡Al fin -exclamé-, ya está!

   -Sí -dijo el capitán Nemo, que se dirigió a la puerta del salón.

   -Pero ¿podrá salir a flote? -le pregunté.

   -Sí -respondió-, puesto que los depósitos no están aún vacíos, y una vez vaciados, el Nautilus se remontará a la superficie del mar.

   Salió el capitán, y pronto pude ver que había ordenado detener la marcha ascensional del Nautilus. De haber continuado ésta, pronto habría chocado con la parte inferior del banco de hielo. Más valía mantenerlo entre dos aguas.

   -¡De buena nos hemos librado! -dijo Conseil.

   -Sí, podíamos haber sido aplastados entre esos bloques de hielo o, al menos, quedar aprisionados. Y entonces, faltos de poder renovar el aire… Sí, ¡de buena nos hemos librado!

   -Si es que ya hemos salido de ésta -murmuró Ned Land.

   No quise discutir inútilmente con el canadiense, y no respondí. Además, en aquel momento se corrieron los paneles y la luz exterior irrumpió en el salón a través de los cristales.

   Estábamos, como he dicho, en el agua libre, pero a cada lado del Nautilus, y a una distancia de unos diez metros se elevaba una deslumbrante muralla de hielo. La misma muralla por encima y por debajo. Por encima, porque la superficie inferior del banco se desarrollaba como un techo inmenso. Por debajo, porque el bloque volcado había encontrado en las murallas laterales dos puntos de apoyo que lo mantenían en esa posición. El Nautilus estaba aprisionado en un verdadero túnel de hielo, de unos veinte metros de anchura, lleno de agua tranquila. Le era, pues, fácil salir de él marchando hacia adelante o hacia atrás para hallar luego, algunos centenares de metros más abajo, un libre paso bajo la banca.

   Se había apagado el techo luminoso y sin embargo el salón resplandecía con una luz intensa. Era debida a la poderosa reverberación con que las paredes de hielo reenviaban violentamente el haz luminoso del fanal. Era indescriptible el efecto de los rayos voltaicos sobre los grandes bloques caprichosamente recortados, en los que cada ángulo, cada arista, cada faceta despedía un resplandor diferente, según la naturaleza de las venas que corrían por el hielo. Era una mina deslumbrante de gemas, y particularmente de zafiros que cruzaban sus destellos azules con los verdes de las esmeraldas. Matices opalinos de una delicadeza infinita se insinuaban de vez en cuando entre puntos ardientes como otros tantos diamantes de fuego cuyo brillo centelleante no podía resistir la mirada. La potencia del fanal se centuplicaba en el hielo, como la de una lámpara a través de las hojas lenticulares de un faro de primer orden.

   -¡Qué belleza! ¡Qué belleza! -exclamó Conseil.

   -Sí, es realmente un espectáculo admirable. ¿No es cierto, Ned? -dije.

   -Sí, ¡mil diantres! -replicó Ned Land-. ¡Es soberbio! Forzoso me es admitirlo, mal que me pese. Nunca se ha visto nada igual. Pero este espectáculo puede costarnos caro. Y, por decirlo todo, creo que estamos viendo cosas que Dios ha querido prohibir al ojo humano.

   Tenía razón Ned. Era demasiado bello.

   De repente, un grito de Conseil me hizo volverme.

   -¿Qué pasa? -pregunté.

   -¡Cierre los ojos el señor! No mire -dijo Conseil, a la vez que se tapaba los párpados con las manos.

   -Pero ¿qué te ocurre, muchacho?

   -¡Estoy deslumbrado, estoy ciego!

   Involuntariamente miré al cristal, y no pude soportar el fuego que lo inflamaba.

   Comprendí lo que había ocurrido. El Nautilus acababa de ponerse en marcha a gran velocidad, y los destellos tranquilos de las murallas de hielo se habían tornado en rayas de fuego, en las que se confundían los fulgores de las miríadas de diamantes. Impulsado por su hélice, el Nautilus viajaba en un joyero de relámpagos.

   Los paneles se desplazaron entonces tapando los cristales. Cubríamos con las manos nuestros ojos, en los que danzaban esas luces concéntricas que flotan ante la retina cuando los rayos solares la han golpeado con violencia. Fue necesario que pasara un tiempo para que se calmaran nuestros ojos.

   Al fin, pudimos retirar las manos.

   -No hubiera podido creerlo -dijo Conseil.

   -Y yo no puedo creerlo todavía -replicó el canadiense.

   -Cuando volvamos a tierra -añadió Conseil -tras haber visto tantas maravillas de la naturaleza, ¿qué pensaremos de esos miserables continentes y de las pequeñas obras surgidas de la mano del hombre? No, el mundo habitado ya no es digno de nosotros.

   Tales palabras en boca de un impasible flamenco muestran hasta qué punto de ebullición había llegado nuestro entusiasmo. Pero el canadiense no dejó de echar sobre él su jarro de agua fría.

   -¡El mundo habitado! -dijo, moviendo la cabeza-. Esté tranquilo, amigo Conseil, nunca volveremos a él.

   Eran las cinco de la mañana, y justo en aquel momento se produjo un choque a proa. Comprendí que el espolón del Nautilus acababa de adentrarse en un bloque de hielo, a consecuencia probablemente de una maniobra errónea, pues la navegación no era fácil en aquel túnel submarino obstruido por los hielos. Supuse que el capitán Nemo modificaría el rumbo para eludir los obstáculos y avanzar por las sinuosidades del túnel hacia adelante. Sin embargo, contra lo que yo esperaba, el Nautilus tomó un movimiento de retroceso muy vivo.

   -¿Vamos marcha atrás? -preguntó Conseil.

   -Sí -respondí-. El túnel no debe tener salida por ese lado.

   -Entonces ¿qué-… ?

   -Entonces -dije -la solución es sencilla. Retrocederemos por donde hemos venido y saldremos por el orificio del Sur. Eso es todo.

   Al hablar así, trataba yo de parecer más tranquilo de lo que realmente estaba.

El Nautilus aceleraba su movimiento de retroceso, y pronto, marchando a contra hélice, alcanzó una gran rapidez.

   -Va a suponer un retraso -dijo Ned.

   -¡Qué importan unas horas de más o de menos, con tal que podamos salir!

   -Sí -dijo Ned Land-, ¡con tal que podamos salir!

   Me paseé durante algunos instantes del salón a la biblioteca. Mis compañeros, sentados, guardaban silencio. Me senté en un diván y tomé un libro, que comencé a recorrer maquinalmente.

   Así pasó un cuarto de hora. Conseil se acercó amíyme dijo:

   -¿Es interesante lo que está leyendo el señor?

   -Muy interesante -respondí.

   -Lo creo. Es el libro del señor lo que está leyendo el señor.

   -¿Mi libro?

   En efecto, la obra que tenía en mis manos era Los Grandes Fondos Marinos. No me había dado cuenta. Cerré el libro, me levanté y volví a pasear. Ned y Conseil se levantaron para retirarse. Les retuve.

   -Quedaos aquí, amigos míos. Permanezcamos juntos hasta el momento en que salgamos de este túnel.

   -Como el señor guste -dijo Conseil.

   Transcurrieron así varias horas, durante las cuales observé a menudo los instrumentos adosados a la pared del salón. El manómetro indicaba que el Nautilus se mantenía a una profundidad constante de trescientos metros; la brújula, que se dirigía siempre hacia el Sur; la corredera, que marchaba a una velocidad de veinte millas por hora, excesiva en un espacio tan cerrado. Pero el capitán Nemo sabía que no había tiempo que perder y que los minutos valían siglos en esa situación.

   A las ocho y veinticinco se produjo un segundo choque. A popa, esta vez. Palidecí. Mis compañeros se habían acercado a mí. Agarré la mano de Conseil. Nos interrogamos con las miradas, más expresivamente de lo que hubiéramos hecho con palabras.

   En aquel momento entró el capitán en el salón y yo me dirigí a él.

   -¿Está cerrado el camino por el Sur? -le pregunté.

   -Sí, señor. El iceberg, al volcarse, ha cerrado toda salida.

   -¿Estamos, pues, completamente bloqueados?

   -Sí.